martes, 29 de mayo de 2012

Pedro Figari por Naum Goijman


Artículo publicado en el semanario Sábado de Colombia el 8 de marzo de 1947

Pedro Figari 
Un gran pintor uruguayo

Por Naum Goijman

   En el año de 1921 expuso en la Argentina, en la galería Muller, un artista uruguayo desconocido aún en su propio país. Este pintor se llamaba Pedro Figari. Por aquel entonces la Argentina, en materia de plástica se hallaba en la época de transición entre el naturalismo de las corrientes impresionistas y el influjo creciente de las tendencias constructivistas. En torno a este nuevo pintor que hacía su primera aparición en público se inició entonces una polémica sobre la bondad de su arte.
   Había en sus cuadros como un aire familiar. El paisaje rioplatense era su tema predilecto. La época de la colonia, durante la cual había abundado la población negra en Argentina y Uruguay, hoy casi desaparecida, estaba presente en su pintura, al lado de otros elementos característicos de aquella época como el gaucho, la diligencia y el paisaje de las pampas.
   Figari, hombre extraordinario, empezó a pintar en edad avanzada y en el exilio voluntario que se impuso al trasladarse a Buenos Aires. Su vida fue rica en acontecimientos y sucesos dramáticos que le impusieron un gesto de hombre apesadumbrado y triste. Fue uno de los hombres más prominentes de su tiempo y de su país: abogado, defensor de pobres, legislador, periodista, diputado varias veces, le tocó intervenir en la reforma de la constitución de su país. Formó parte del Consejo de Estado y fue secretario del partido Colorado, al cual pertenecía.
   Dos hechos influyeron decisivamente en la determinación de exiliarse que adoptó. El primero fue el sonado proceso por asesinato, imputado a un amigo suyo, el alférez Almeida, del cual fue defensor contra toda la opinión pública de su país, convencida de la culpabilidad del acusado, quien sin embargo fue posteriormente absuelto cuando, en forma accidental -en trance de su muerte- el verdadero asesino confesó su delito. El segundo motivo se relaciona con la terrible hostilidad que encontró, conjuntamente con su hijo, para implantar las reformas que consideraba indispensables en la Escuela  de Bellas Artes, de la cual era director; reformas que había defendido valientemente en la prensa y que eran el fruto de sus experiencias adquiridas a través de largos viajes por Francia, Inglaterra, Alemania, Holanda y demás países europeos. Esta lucha culmina al cabo de tres años con la clausura del establecimiento, ordenada por el directorio de dicha escuela, que estaba profundamente alarmado ante las grandes innovaciones introducidas.
   Desanimado y cansado por estos contratiempos decide trasladarse a Buenos Aires y en efecto así lo hace en 1920. Allí vive con su hijo, un ejemplo admirable y conmovedor de amor filial, en un cuartucho de la calle Charcas. Figari ya tenía por esa época, 59 años. Con esa desesperación del que tiene el alma llena de imágenes que pugnan por emerger y mostrarse a la luz del lienzo, comienza a pintar. Durante este proceso cambia constantemente de materiales, siempre en busca de alguno que le permita pintar rápidamente, hasta que se decide por el cartón; pues éste, al absorber rápidamente el aceite, le permite desarrollar la rapidez deseada y buscada. La dimensión de sus cartones es pequeña; frecuentemente son de treinta centímetros por sesenta y ocasionalmente llegan a medir el metro. Pero en cambio, todo esto contrasta con la grandiosidad de sus temas.
   Donde más hondo ha penetrado es en el alma de los negros; allí, en esa zona en que lo grotesco y lo lúgubre parecen tener un punto de contacto. La vida y la muerte de estos seres están presentes en su obra. El ritmo queda plasmado en sus cuadros como visiones fantásticas; y junto al ritmo plástico la variedad de los temas con esos colores encendidos de las fiestas paganas; esas largas procesiones que dan refugio a la tristeza de los rostros y también, por igual, a las escenas grotescas; el candombe, en donde todo lo que se mueve se contorsiona y hasta lo inanimado parece adquirir una suerte de rara agitación interior y de fuerza y colorido sensual.
   Pero también entre el conjunto de su temática preferida está la pampa; esa tierra serena y melancólica, llena de nostalgia, atravesando el horizonte interminable. Allí ve, su poderosa imaginación de soñador, pasar las diligencias, como veloces mensajeras de lo desconocido extrahumano; allí ve al gaucho criollo, siempre a caballo y siempre con una canción prendida en los labios; y allí también ve la enhiesta figura obscura del ombú, señera y solitaria en la inmensidad de la llanura. Después, como si fuera un fino impresionista, pinta esa hora emocional que tiene la tierra, la atmósfera, y que penetra al hombre y lo hace estremecer.
   Figari, titán de la memoria imaginativa, pintó, podemos decir, la historia de la colonia rioplatense; no necesitó copiar del natural los temas porque ya estaban dentro de él, hondamente vividos a través de su larga y rica vida en sucesos. Las escenas del paisaje, los hombres y las cosas enredados en un conjunto dinámico de relaciones, habían pasado a su interior como forma sensorial, visual, y al pintar aparecía en su pincelada, de corte impresionista, la emoción del instante en el cual habían sido captadas.
   Su segunda exposición, realizada en Buenos Aires, en la sala de la Comisión Nacional de Bellas Artes, constituyó todo un acontecimiento artístico. Los diarios argentinos, anunciaron jubilosamente, en medio de crónicas magistrales, el nacimiento de la primera pintura netamente americanista. Los comentarios ruidosos en las tertulias y cernáculos literarios y plásticos, se multiplicaban y se discutía y comentaba acaloradamente sobre el valor de aquellas telas y sobre el significado y repercusión inmediata que deberían tener en la pintura americana. Pero en realidad la trascendencia de Figari en el escenario plástico rioplatense es de una importancia aún no valorada con exactitud. Es uno de los primeros pintores americanos, americanos dijimos, no sólo por el hecho de haber tomado temas de la Colonia, y del medio ambiente que la rodeaba, sino también por el carácter peculiar y profundo que supo imprimirle a su pintura. Puede decirse sin temor que es el mayor chorro lírico de América y esto, a pesar del desconocimiento que aún pesa sobre su obra.
   Su manera de pintar se entronca directamente con esa corriente plástica sensible, imaginativa, planimétrica y de grandes masas armónicas de color, casi en oposición, diremos, a la otra corriente directriz de la plástica, que se halla sintetizada en América Rivera; esa otra fuerte, realista y constructivista. Figari es dulce y nostálgico; emerge con todo vigor y potencialidad, sin saber él mismo que caudal de verdad traía, que hondos tesoros de nueva verdad depositaba para América.
   Sus cuadros son de una maravillosa síntesis plástica; llenos de gracia, de ritmos y de fino color. Ante sus obras se siente la presencia de la poderosa intuición creadora y concreta, el ánimo vital de lo representado, sin efectos melodramáticos y la suave intimidad de su fino gusto de impresionista. Si tratamos de encontrar algún símil con algunos de los pintores europeos, debiéramos ubicarlo entre Van Gogh y Gauguin; holandés el uno y francés el otro. Pero Figari no pinta con esa objetividad de impresionista puro y tampoco permanece dentro del simbolismo estático de Gauguin; además, como para acentuar estas diferencias, el color en Figari tiene un acento tonal que caracteriza a la pintura del Río de la Plata y la atmósfera de sus cuadros responde a la realidad del ambiente que quería expresar.
   Figari, como Van Gogh en otro medio, y con otros elementos, ha captado la impresión del caballo criollo, del árbol, del cielo y de esas lunas extraordinarias; ha envuelto el conjunto con la poderosa sensación telúrica y cósmica que tan hondamente sentía. Sus obras tienen misterio, profunda realidad subjetiva, y ensoñación lírica y poética. En sus cuadros de fiestas, bajo el ramaje espeso de los árboles, con un cielo tachonado de estrellas, se reúnen lo fantástico de la poesía con el espíritu concreto de la pintura. Allí está encerrada una conjunción maravillosa de colores en armonía y de ritmo de lo multitudinario.
   Es cierto que comienza a pintar en edad avanzada, más vuelca su mundo interior, su acumulación y sedimentación peculiar de imágenes, con la gracia y la soltura de un viejo y avezado maestro. La desesperación del tiempo, que transcurre inexorablemente, de ese tiempo que ya empieza a agotarse en él, le hace pintar frenéticamente, sin descanso, de aquella misma manera como pintaban los poseídos Van Gogh y Gauguin. Así, Figari, abandonaba momentáneamente, en la mitad, a un cuadro, para comenzar a fijar una nueva imagen fugaz que acababa de cruzar el ancho espacio de su fantasía; luego volvía a recomenzar el trabajo anterior abandonado. Todas sus obras mantienen la misma unidad de estilo; están como plasmadas en las llamas ardorosas de un genio volcánico; de un genio que no interrumpía su labor. Y de esta prodigiosa actividad quedan sus tres mil obras desparramadas por todos los museos y pinacotecas particulares de Europa y de América.
   Figari decía que solamente pintaba para fijar recuerdos; y esto era así, porque desconocía en realidad la trascendencia de su genio y de su obra. Siempre reclamaba maneras y pensamientos americanistas; y solía decir del sentimiento un poco simiesco de estos pueblos jóvenes de América, que antes de dar un paso miraban y copiaban el cansado paso de Europa.
   En la galería Druet de París sus cuadros, llevados por Raúl Monsegur, causan sensación; los “marchand” se los disputan encarnizadamente. En 1927 Figari se traslada a Francia en compañía de su hijo dilecto; ese mismo hijo que, siendo excelente pintor y arquitecto, había dejado de pintar para ayudar al padre y para que la fama de éste brillara con toda intensidad. Fue ésta una extraordinaria y conmovedora muestra de amor filial llevada al paroxismo de la inmolación; un día, este hijo muy querido de Figari, después de pintar y de exponer por vez primera, se suicida. Este suceso tan doloroso anula por completo a Figari y afligido describe una obra dedicada a la memoria del hijo.
   Pero hombre múltiple ha dejado diversas obras maestras de su genio, no sólo como pintor, sino también como ensayista filosófico; y su pensamiento estético ha quedado desparramado en diversos libros que él mismo escribiera. Es además autor de ensayos sobre política y educación. Luego llegan los días de gloria: respetado, querido, por su casa desfilan todas las personalidades que visitan el Río de la Plata. En esa época recibe los más altos honores en su patria y en el extranjero; miembro de la orden inglesa, comendador de Francia, miembro honorario del Bureau Internacional de Conciliación; embajador de su país. En estos años expuso en más de treinta exposiciones internacionales.
   Este gran luchador del pensamiento, volvió a exponer en el año 1938 en Buenos Aires, en el primer escenario de sus triunfos, con el mismo éxito de siempre, pues su pintura honda y vigorosa, tiene la esencia de lo americano; siempre jugosa y fresca nos recuerda el derrotero del arte que debe seguir América. Esta vida notable se extingue en este mismo año de 1938, el 24 de julio.
Naum Goijman